El Monasterio de San Juan de la Peña, situado en Santa Cruz de la Serós, al suroeste de Jaca, Huesca, Aragón (España), fue el monasterio más importante de Aragón en la alta Edad Media.
Cuenta la leyenda, que un joven noble de nombre Voto (en algunas versiones, Oto), vino de caza por estos parajes cuando avistó un ciervo. El cazador corrió tras la presa, pero ésta era huidiza y al llegar al monte Pano, se despeñó por el precipicio. Milagrosamente su caballo se posó en tierra suavemente. Sano y salvo en el fondo del barranco, vio una pequeña cueva en la que descubrió una ermita dedicada a San Juan Bautista y, en el interior, halló el cadáver de un ermitaño llamado Juan de Atarés. Impresionado por el descubrimiento, fue a Zaragoza, vendió todos sus bienes y junto a su hermano Félix se retiró a la cueva, e iniciaron una vida eremítica.
Este sería el inicio del Monasterio del que escribía don Miguel de Unamuno:
...la boca de un mundo de peñascos espirituales revestidos de un bosque de leyenda, en el que los monjes benedictinos, medio ermitaños, medio guerreros, verían pasar el invierno, mientras pisoteaban la nieve jabalíes de carne y hueso, salidos de los bosques, osos, lobos y otros animales salvajes.
Claustro de San Juan de la Peña.Se habitan estas montañas poco después de la invasión musulmana, al construir el castillo de Pano, destruido en el año 734. El origen legendario del Reino de Aragón también encuentra en el monasterio cueva de San Juan de la Peña su propia historia, cuando reunidos los guerreros cristianos junto a Voto y Félix deciden por aclamación nombrar a Garcí Ximénez su caudillo que les conducirá a la batalla por reconquistar tierras de Jaca y Aínsa, lugar éste donde se produjo el milagro de la cruz de fuego sobre la carrasca del Sobrarbe.
Reinando en Pamplona García Íñiguez y Galindo Aznarez I, conde de Aragón, comienzan a favorecer al Monasterio. El rey García Sánchez I concedió a los monjes derecho de jurisdicción, y sus sucesores hasta Sancho el Mayor, continuaron esta política de protección. Allí pasó sus primeros años San Íñigo. En el reinado de Sancho Ramírez de Aragón adquiere su mayor protagonismo llegando a ser panteón de los reyes de Aragón.
Novela histórica: Está publicada y en las mejores librerías del país mi novela "El último albéitar templario". Sobre ella, versarán los comentarios y estudios sobre hechos históricos y costumbristas del medievo. Fotografía: Me encantaría que compartiéramos las fotografías que tengo publicadas a través de Flyckr y Picasa, ya que es una de mis aficiones favoritas.
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martes, 29 de junio de 2010
SAN JUAN DE LA PEÑA
INICIO DE MI NOVELA: "EL ÚLTIMO ALBÉITAR TEMPLARIO"
En el monasterio de San Juan de la Peña reinaba un gran revuelo. El prior acababa de recibir a un emisario secreto con la noticia de que el rey de Francia, Felipe IV el Hermoso, había obligado al indigno Papa Clemente a dar a todos los reyes de la Cristiandad la orden de capturar a los templarios, desposeyéndoles de poder y pertenencias; y que Jaime II ya la había emitido.
Era de máxima prioridad salvar ciertas bolsas depositadas hacía décadas por distintos caballeros de la Orden. Ni el rey ni la Inquisición conocían tal hecho, pero su descubrimiento sería cuestión de tiempo en cuanto tomaran posesión del monasterio.
Los templarios y los grandes señores se encontraban en Tierra Santa intentando armar un ejército para la Octava Cruzada y la única persona con rango suficiente para asumir tan grave responsabilidad en el convento era el Donato Ramiro de Yéqueda, hijo bastardo de Berenguer de Cardona. Él debería llevar las bolsas que contenían joyas, monedas y manuscritos secretos a un lugar convenido.
Urgía trazar un plan y ejecutarlo de inmediato. Ramiro tendría que salir con lo mínimo imprescindible y de un modo aparentemente natural y cotidiano, sin levantar sospechas entre las tropas del rey o de la Inquisición, que estaban en camino, o entre las partidas de forajidos, que tanto abundaban por las serranías.
Los monjes decidieron aparentar que la salida del monasterio respondía a las necesidades de instrucción del Donato. Para hacer más verosímil la argucia, sólo llevaría la rutinaria escolta de un soldado profesional y un albéitar.
Guillem de Frades, hermano de oficio de la Orden del Temple, perteneciente a la Preceptoría de Cataluña y Aragón, ejercía el oficio de albéitar y de adiestramiento ecuestre del Donato, y el hermano sargento le instruía en el manejo de la espada y la lanza. De ese modo, el joven caballero podría prometer obediencia según las Reglas Templarias tan pronto como adquiriera la experiencia militar necesaria.
Muy a su pesar, Guillem y el sargento cambiarían el rumbo de la Historia. Plenos de temor y de orgullo por la responsabilidad que acababan de asumir, salieron por la capilla del monasterio, rodeando la gran peña, encaminándose hacia el río Aragón. A la altura de Bernués se dirigieron a poniente, a fin de no coincidir con la llegada inminente de los ejércitos reales y de la Inquisición.
Agonizaba el mes de diciembre del año 1307. El frío era tan intenso que se habían visto en la necesidad de proteger sus cuerpos con varias capas de lana. Con lentitud, avanzaron hacia el sureste y, al anochecer de la cuarta jornada, acamparon a la vista de la inconfundible silueta del castillo de Monzón.
Aquella noche, el albéitar Guillem de Frades se despertó mucho antes del amanecer, desvelado por el cansancio, y observó espantado cómo el sargento, creyendo que los compañeros dormían, hacía unos cortes con su daga en la cara interna de las cinchas del caballo del Donato. Estuvo a punto de gritar, pero su inferioridad ante un soldado profesional acostumbrado a luchar en las cruzadas le aconsejaba callar y mantener los ojos cerrados.
Amaneció con una densa niebla. Después de las oraciones y un escaso desayuno, iniciaron la cabalgada por el angosto sendero de las barranqueras de Monzón. El sargento no perdía de vista la silla y, al notar que ya estaban prácticamente partidas las cinchas, empujó al Donato hasta hacerle girar sobre sí mismo y quedar colgado en el precipicio con un pie enganchado al estribo. El caballo perdió el equilibrio y cayó al vacío, arrastrando consigo al muchacho.
El hermano sargento achacó la caída a la niebla y a la impericia del aprendiz de caballero. Guillem asintió horrorizado ante el fin que previsiblemente le esperaba.
Ni el sargento ni el albéitar conocían el destino al que debían haberse dirigido. Los monjes sólo habían informado de tal extremo al Donato, sobre todo, para salvaguardar los bienes de la codicia del ejército del rey o los asaltadores de caminos. Tampoco disponían de mapa o pliego sobre la ruta o el receptor, por si eran interceptados por el camino.
Guillem sugirió enterrar al joven y regresar a San Juan y el sargento asintió. En el bosquecillo de la barranquera, donde se había descalabrado el pobre Ramiro, sepultaron superficialmente su cadáver y ocultaron el caballo y las alforjas tapándolos con cañas y matorrales. Treparon fatigosamente hasta llegar al camino, montaron y dieron vuelta a las grupas para contar el hecho al prior en San Juan de la Peña.
Durante el regreso, el hermano sargento vigilaba disimuladamente las reacciones del albéitar. Quería cerciorarse de que Guillem no sospechaba nada de lo que realmente hacía sucedido y de que achacaba la desgracia a un fatal accidente. No descubrió ningún indicio de duda en el acompañante, pero eso no le bastó. No había asesinado al Donato para que hubiera uno menos en este mundo; no era esa su intención. Sus planes eran bien distintos. Descartó revelar la verdad para compartir las alforjas con el albéitar o, simplemente, guardar silencio y renunciar a ellas. Total qué le importaba un muerto más. Mientras avanzaban, planeó degollarlo durante la noche. Pensó que sería fácil eliminar a Guillem de Frades, porque no era hombre de armas. Pero no se le ocurrió que el miedo y la astucia pudieran ser también una buena defensa.
Llegó la noche y acamparon. El sargento dejó pasar un par de horas, hasta convencerse de que el albéitar dormía profundamente. Se levantó en silencio y cuando se agachó lo suficiente para rebanar la garganta del dormido, Guillem saltó como un resorte y le clavó su daga en el corazón, dejándolo muerto al instante. El cadáver cayó sobre él y lo dejó inmovilizado. Tardó en reaccionar y quitarse al soldado de encima. Estaba paralizado por el pánico. Nunca antes había matado a un hombre. Jamás había imaginado ver el rostro de la muerte tan de cerca, ese rostro que le miraba con incredulidad, con los ojos espantosamente abiertos. El horror le hizo huir sin mirar atrás, abandonando el cadáver a su suerte. No se molestó en colocarlo en una posición decorosa y mucho menos en darle cristiana sepultura.
Al llegar a las cercanías del monasterio divisó, a escasa distancia, los estandartes del Santo Oficio y de las Huestes Reales que precedían a un ejército considerable. Se encontraban a unas horas de la explanada monacal. Intentó pensar, aunque no le resultaba fácil por las horribles experiencias vividas en tan poco tiempo. Decidió poner una prudente distancia por medio y esperar acontecimientos.
Estuvo escondido una semana entera mientras las Huestes Reales tomaban posesión del monasterio y vio desde su escondite cómo se llevaban presos al prior y a los hermanos de la congregación. Con un miedo atroz huyó a todo galope. Por el camino, mientras dejaba tras de sí leguas y más leguas, tomó la decisión de desenterrar las alforjas y esconderlas en lugares diferentes, ya que sabía que pronto acudirían los buitres carroñeros al festín del Donato y del caballo y quedaría todo expuesto a la vista de cualquier campesino. Era demasiado riesgo tener todas las alforjas juntas y tan mal guardadas.
San Juan de la Peña
REAL MONASTERIO
Cubierto por la enorme roca que le da nombre, el conjunto, que abarca una amplia
cronología que se inicia en el siglo X, aparece perfectamente mimetizado con su excepcional
entorno natural. En su interior destacan la iglesia prerrománica, las pinturas de San Cosme y
San Damián, del siglo XII, el denominado Panteón de Nobles, la iglesia superior, consagrada
en 1094, y la capilla gótica de San Victorián, pero sobre todo sobresale el magnífico claustro
románico, obra de dos talleres diferentes y el Panteón Real, de estilo neoclásico, erigido en
el último tercio del siglo XVIII.
ROYAL MONASTÈRE
L´ensemble, situé sur le surplomb du rocher qui lui donne son nom, comprend une vaste
chronologie qui est entamée dans le Xe siècle, et il est parfaitement intégré dans son
exceptionnel environnement naturel .Dans son intérieur se distinguent l'église préromane, les
peintures de Saint Cosme et de Saint Damian, du XIIe siècle, l'appelé Panthéon des Nobles,
l'église supérieure, consacrée en 1094, et la chapelle gothique de Saint Victorian, mais ressort
surtout le cloître roman magnifique, oeuvre de deux ateliers différents. À tout cela il faut
ajouter d'autres bâtiments postérieurs aux siècles médiévaux, entre lesquels il convient
remarquer le Panthéon Réel, de style néoclassique, érigé dans le dernier tiers du XVIIIe siècle.
ROYAL MONASTERY
Covered by the huge rock that gives it its name, the group, that encompasses a wide
chronology that begins in the 10th century, appears perfectly camouflaged with its
exceptional natural environment. In its interior stands out the pre Romanesque church, the
paintings of San Cosme and San Damián, of the 12th century, the designated Pantheon of
Nobles, the superior church, consecrated in 1094, and the Gothic chapel of San Victorián, but
above all stands out the magnificent Romanesque cloister, work of two different workshops
and the Real Pantheon, of neoclassic style, erected in the last third of the 18th century.
CASTILLO DE MIRAVET
PARCIAL DE MI NOVELA HISTÓRICA: "EL ÚLTIMO ALBEITAR TEMPLARIO"
Camino a Miravet, los recuerdos que se agolpaban en mi cerebro eran demasiado amargos. No lograba relajarme y disfrutar del paisaje que corría en dirección contraria, huyendo de mis sombríos pensamientos.
Seguro que se trataba de algún botiquín de la época de la guerra. Parece mentira que Pere no recuerde la crudeza de la Guerra Civil en nuestra zona, sobre todo en Miravet y Gandesa. O quizá sea una bolsa burda hecha por alguno de nuestros tatarabuelos. O el legado de alguna familia católica que durante la guerra la escondiera para no delatarse ante las Brigadas Anarquistas. Claro, seguro que es eso, pensé mientras adelantaba al enésimo camión. ¿Alforja? ¡Qué raro que se esconda algo así!
De todos modos, y a pesar de la curiosidad que aquel descubrimiento había despertado en mí, no quería olvidar los motivos reales de mi visita: la huida momentánea de Madrid.
Tenía que pensar cómo les contaba a mi yaya y a mi tía lo de Juan sin que se disgustaran. No era necesario que les dijera la verdad con toda su crudeza. Les hablaría de desavenencias y distanciamiento. Me reñirían. Seguro que me reñirían.
Leer el cartel de San Carlos de la Rápita y empezar a subirme la adrenalina fue todo uno. Ahora sí que estaba cerca.
Salí de la autopista por Amposta y me apeteció pasar por el majestuoso puente del Ebro. Al cruzarlo, no pude evitar parar y observar bajo mis pies el manso río por donde navegaron los temibles vikingos para ir a sitiar y devastar Pamplona, remontando el curso del Iratí. Por donde navegaron los esquifes y las chalanas de los musulmanes de al-Andalus, como quedó inmortalizado en el poema épico francés La Chanson de Roland. Por donde entraron las barcas y almadías del rey aragonés Alfonso I el Batallador. Por donde viajaban los reyes musulmanes de la taifa de Zaragoza.
Proseguí. El desvío hacia Mora d'Ebre me indicaba que ya estaba cerca del abrazo y de la regañina de mis yayas.
¿Cuántos mocos y lágrimas habían pasado por la secreta complicidad de la abuela? Mi madre siempre se enfadaba con ella. Decía que me malcriaba en verano y que luego no había modo de enderezarme en invierno.
DESCRIPCIÓN DE MIRAVET:
Miravet se encuentra en el sur de la Ribera, entre las estribaciones de Cardó y Cavalls y el Ebro. Cruzando por la Barca podemos contemplar la panorámica del pueblo entre el paisaje y un frondoso bosque de ribera.
Sobre la roca escarpada, los árabes decidieron establecer la alquería, hoy casco antiguo, y el imponente castillo coronando la peña, convertido por los templarios en su sede tras su conquista, en 1153. El conjunto está considerado uno de los mejores ejemplos de la arquitectura románica, religiosa y militar, de la Orden en todo occidente y es el monumento más visitado de las Terres de l’Ebre. Entre 1307 y 1308 sufrió un largo asedio, a manos de Jaime II, durante el proceso contra los templarios.
Los Almogávares
Los almogávares eran compañías de mercenarios catalanes y aragoneses que durante la Edad Media estuvieron al servicio de los reyes de Aragón que luchaban a cambio del botín en la frontera musulmana. Cuando se terminó la Reconquista, ante la dificultad de mantener tropas mercenarias sin una guerra, Pedro III les envía a Sicilia para defender al nuevo rey: don Fadrique de Aragón, vasallo suyo. Así, la compañía al mando de Roger de Flor, luchan contra los angevinos en las vísperas sicilianas (30 de marzo de 1282), en la que se expulsa a los angevinos de Sicilia; y también contra el papa. En los años siguientes y junto a otras compañías, como las de Bernardo de Rocafort o Berenger de Enteza, conquistaron el sur de Italia y Grecia (Neopatria) llegando a enfrentarse con Bizancio. Su crueldad mercenaria les granjeó muchos odios, y sus líderes fueron asesinados. En 1309 se les unen tropas turcas y comienza a actuar como una república militar independiente, a traves del Consejo de los Doce, cuyo índole representativo fue moldeándose a medida que iban desapareciendo sus jefes como Roger de Flor, Berenguer de Enteza o Berenguer de Rocafort. Esto les valió perder el favor de los reyes aragoneses que en poco tiempo terminarían con estas compañías.
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