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martes, 29 de junio de 2010

SAN JUAN DE LA PEÑA



INICIO DE MI NOVELA: "EL ÚLTIMO ALBÉITAR TEMPLARIO"


En el monasterio de San Juan de la Peña reinaba un gran revuelo. El prior acababa de recibir a un emisario secreto con la noticia de que el rey de Francia, Felipe IV el Hermoso, había obligado al indigno Papa Clemente a dar a todos los reyes de la Cristiandad la orden de capturar a los templarios, desposeyéndoles de poder y pertenencias; y que Jaime II ya la había emitido.


Era de máxima prioridad salvar ciertas bolsas depositadas hacía décadas por distintos caballeros de la Orden. Ni el rey ni la Inquisición conocían tal hecho, pero su descubrimiento sería cuestión de tiempo en cuanto tomaran posesión del monasterio.

Los templarios y los grandes señores se encontraban en Tierra Santa intentando armar un ejército para la Octava Cruzada y la única persona con rango suficiente para asumir tan grave responsabilidad en el convento era el Donato Ramiro de Yéqueda, hijo bastardo de Berenguer de Cardona. Él debería llevar las bolsas que contenían joyas, monedas y manuscritos secretos a un lugar convenido.

Urgía trazar un plan y ejecutarlo de inmediato. Ramiro tendría que salir con lo mínimo imprescindible y de un modo aparentemente natural y cotidiano, sin levantar sospechas entre las tropas del rey o de la Inquisición, que estaban en camino, o entre las partidas de forajidos, que tanto abundaban por las serranías.

Los monjes decidieron aparentar que la salida del monasterio respondía a las necesidades de instrucción del Donato. Para hacer más verosímil la argucia, sólo llevaría la rutinaria escolta de un soldado profesional y un albéitar.

Guillem de Frades, hermano de oficio de la Orden del Temple, perteneciente a la Preceptoría de Cataluña y Aragón, ejercía el oficio de albéitar y de adiestramiento ecuestre del Donato, y el hermano sargento le instruía en el manejo de la espada y la lanza. De ese modo, el joven caballero podría prometer obediencia según las Reglas Templarias tan pronto como adquiriera la experiencia militar necesaria.

Muy a su pesar, Guillem y el sargento cambiarían el rumbo de la Historia. Plenos de temor y de orgullo por la responsabilidad que acababan de asumir, salieron por la capilla del monasterio, rodeando la gran peña, encaminándose hacia el río Aragón. A la altura de Bernués se dirigieron a poniente, a fin de no coincidir con la llegada inminente de los ejércitos reales y de la Inquisición.

Agonizaba el mes de diciembre del año 1307. El frío era tan intenso que se habían visto en la necesidad de proteger sus cuerpos con varias capas de lana. Con lentitud, avanzaron hacia el sureste y, al anochecer de la cuarta jornada, acamparon a la vista de la inconfundible silueta del castillo de Monzón.

Aquella noche, el albéitar Guillem de Frades se despertó mucho antes del amanecer, desvelado por el cansancio, y observó espantado cómo el sargento, creyendo que los compañeros dormían, hacía unos cortes con su daga en la cara interna de las cinchas del caballo del Donato. Estuvo a punto de gritar, pero su inferioridad ante un soldado profesional acostumbrado a luchar en las cruzadas le aconsejaba callar y mantener los ojos cerrados.

Amaneció con una densa niebla. Después de las oraciones y un escaso desayuno, iniciaron la cabalgada por el angosto sendero de las barranqueras de Monzón. El sargento no perdía de vista la silla y, al notar que ya estaban prácticamente partidas las cinchas, empujó al Donato hasta hacerle girar sobre sí mismo y quedar colgado en el precipicio con un pie enganchado al estribo. El caballo perdió el equilibrio y cayó al vacío, arrastrando consigo al muchacho.

El hermano sargento achacó la caída a la niebla y a la impericia del aprendiz de caballero. Guillem asintió horrorizado ante el fin que previsiblemente le esperaba.

Ni el sargento ni el albéitar conocían el destino al que debían haberse dirigido. Los monjes sólo habían informado de tal extremo al Donato, sobre todo, para salvaguardar los bienes de la codicia del ejército del rey o los asaltadores de caminos. Tampoco disponían de mapa o pliego sobre la ruta o el receptor, por si eran interceptados por el camino.

Guillem sugirió enterrar al joven y regresar a San Juan y el sargento asintió. En el bosquecillo de la barranquera, donde se había descalabrado el pobre Ramiro, sepultaron superficialmente su cadáver y ocultaron el caballo y las alforjas tapándolos con cañas y matorrales. Treparon fatigosamente hasta llegar al camino, montaron y dieron vuelta a las grupas para contar el hecho al prior en San Juan de la Peña.

Durante el regreso, el hermano sargento vigilaba disimuladamente las reacciones del albéitar. Quería cerciorarse de que Guillem no sospechaba nada de lo que realmente hacía sucedido y de que achacaba la desgracia a un fatal accidente. No descubrió ningún indicio de duda en el acompañante, pero eso no le bastó. No había asesinado al Donato para que hubiera uno menos en este mundo; no era esa su intención. Sus planes eran bien distintos. Descartó revelar la verdad para compartir las alforjas con el albéitar o, simplemente, guardar silencio y renunciar a ellas. Total qué le importaba un muerto más. Mientras avanzaban, planeó degollarlo durante la noche. Pensó que sería fácil eliminar a Guillem de Frades, porque no era hombre de armas. Pero no se le ocurrió que el miedo y la astucia pudieran ser también una buena defensa.

Llegó la noche y acamparon. El sargento dejó pasar un par de horas, hasta convencerse de que el albéitar dormía profundamente. Se levantó en silencio y cuando se agachó lo suficiente para rebanar la garganta del dormido, Guillem saltó como un resorte y le clavó su daga en el corazón, dejándolo muerto al instante. El cadáver cayó sobre él y lo dejó inmovilizado. Tardó en reaccionar y quitarse al soldado de encima. Estaba paralizado por el pánico. Nunca antes había matado a un hombre. Jamás había imaginado ver el rostro de la muerte tan de cerca, ese rostro que le miraba con incredulidad, con los ojos espantosamente abiertos. El horror le hizo huir sin mirar atrás, abandonando el cadáver a su suerte. No se molestó en colocarlo en una posición decorosa y mucho menos en darle cristiana sepultura.

Al llegar a las cercanías del monasterio divisó, a escasa distancia, los estandartes del Santo Oficio y de las Huestes Reales que precedían a un ejército considerable. Se encontraban a unas horas de la explanada monacal. Intentó pensar, aunque no le resultaba fácil por las horribles experiencias vividas en tan poco tiempo. Decidió poner una prudente distancia por medio y esperar acontecimientos.

Estuvo escondido una semana entera mientras las Huestes Reales tomaban posesión del monasterio y vio desde su escondite cómo se llevaban presos al prior y a los hermanos de la congregación. Con un miedo atroz huyó a todo galope. Por el camino, mientras dejaba tras de sí leguas y más leguas, tomó la decisión de desenterrar las alforjas y esconderlas en lugares diferentes, ya que sabía que pronto acudirían los buitres carroñeros al festín del Donato y del caballo y quedaría todo expuesto a la vista de cualquier campesino. Era demasiado riesgo tener todas las alforjas juntas y tan mal guardadas.

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